Cosas que leo #60:

    Extraños en un tren, Patricia Highsmith

    «Eso era. Había puesto fin a una vida. Más nadie sabía qué era la vida, todo el mundo la defendía, era lo más valioso, pero él había arrebatado una. Aquella noche había tenido noción del peligro, de que le dolían las manos, del temor a que ella hiciese ruido, pero en el instante de sentir que la vida se le escapaba a la víctima, todo lo demás se había borrado y sólo le había quedado la realidad, la misteriosa realidad de lo que estaba haciendo, el misterio y el milagro de poner fin a una vida. La gente hablaba del misterio de nacer, del principio de la vida. ¡Pero eso era muy fácil de explicar! ¡De la unión de dos células embrionarias! Pero ¿y el misterio de poner fin a una vida? ¿Bastaba con apretar el cuello de una chica para que su vida se interrumpiera? Bien mirado, ¿qué era la vida? ¿Qué sintió Miriam después de soltarle la garganta? ¿Dónde estaba? No, él no creía en una vida más allá de la muerte. Ella había dejado de ser, y justamente eso era el milagro. ¡Oh, sí, él podría decir muchas cosas si le entrevistaban los periodistas!»

    Nº de páginas: 360

    Editorial: ANAGRAMA

    Traducción: JORDI BELTRÁN

    Idioma: CASTELLANO


    Cosas que leo #56:

    Diarios y cuadernos, Patricia Highsmith

    «4/2/67

    Para el artículo de The Writer.

    Acerca de estar bloqueado, a distintas edades, quizá. Mi caso: una quiere a los 46 o así hacer algo mejor de lo que nunca ha hecho. Una no quiere repetirse. Eso conlleva parálisis temporal, con toda suerte de racionalizaciones. Estoy descansando porque lo necesito. Estoy recuperando fuerzas. Sería una tontería disipar energías. El carácter destructivo de las apariciones públicas y las conferencias. Un triste descubrimiento, puesto que como escribir es una forma de comunicación, a los escritores les encanta comunicar: por lo tanto, ¿por qué no abro la mente y el alma en las conferencias? Bueno, la realidad no es siempre tan estimulante como el satisfactorio ensayo a solas en la bañera. Cualquier indicio de timidez es fatal. Y las entrevistas para televisión. ¿Y las entrevistas más fáciles de lado a lado de la mesa de una cafetería con una cerveza o un café? ¿Qué es lo que hurtan? ¿Es que el escritor se destruye cuando habla tan libre, alegre, felizmente; tan dispuesto a ayudar al entrevistador en su tarea seguramente difícil?

    No lo sé, pero algo se quiebra, se distorsiona, se daña. ¿Un espejo interior de uno mismo? No lo sé. Solo sé que se tarda semanas en recuperarse, como si se hubiera tenido un accidente de coche, sufrido un shock o una conmoción o roto unas costillas. Dylan Thomas quedó destruido por aquel programa tan pasmosamente arduo de conferencias en sus dos viajes a América. Claro, es mucho más sencillo decir que lo destruyeron el alcohol y el tabaco, pues el alcohol fue la causa física inmediata. Pero era un hombre que se sentía incómodo entre mucha gente, o eso dicen quienes lo conocían bien. Bebía para sentirse más cómodo. Pero ni siquiera es así de sencillo. Los escritores y poetas no deberían revelar tanto sobre sí mismos en público, y Thomas lo hacía, por ejemplo, cuando recitaba poemas que había creado en privado. Y cualquier escritor, en una entrevista, revela sus hábitos y métodos de escritura, si los tiene, porque se le preguntan, y desea mostrarse generoso.

    El resultado es tan dañino para su creatividad, su cerebro, como una enfermedad cerebral. En mi opinión, J.D. Salinger hace bien al no conceder entrevistas, al no dar conferencias.»

    Nº de páginas: 1256

    Editorial: ANAGRAMA

    Traducción: EDUARDO IRIARTE GOÑI

    Idioma: CASTELLANO