«—Cuatro —dijo el Jaguar. Los rostros se suavirazon en el resplandor valicalnte que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro habñia desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio. —Cuatro —repitió el Jaguar—. ¿Quién? —Yo —murmuró Cava—. Dije cuatro. —Apúrate —replicó el Jaguar—. Ya sabes, el segundo a la izquierda. Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas, En años anteriores, el invierno solo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.»
«Lo dijo Nietzsche en algún lugar: ‘sólo lo que no deja de doler permanece en la memoria’. Lo advirtió con esa rotundidad certera e insolente con la que los niños dicen algunas verdades. La sentencia, bella como pocas, puede pese a todo que no sea absolutamente verdadera. Muchas son las experiencias inolvidables de una vida y en toda biografía se custodian memorias irrepetibles de días felices, anécdotas luminosas y escenas a las que nos gustaría regresar de nuevo. Ojalá siempre quede un sitio al que volver. No sólo se hace imposible olvidar lo que fuimos, allí por un instante alcanzamos a ver lo que quisimos ser, sino que a veces la memoria, aviesa y sagaz, resuelve maquillar y ornamentar aquello que pudo ser un sencillo acontecimiento ordinario. Casi nadie está dispuesto a asumir que sus memorias son perfectamente mediocres y prescindibles. Todos tenemos un patrimonio memorativo y acaso, andado el tiempo, sea eso lo único que tengamos. Es probable, sin embargo, que aquella vivencia registrada como noble y dignísima no la viviéramos en tiempo presente más como un capítulo ―otro más― perfectamente vulgar. El aglutinante de cualquier biografía son las medianías y quizá por ello la memoria, que sabe hacer trampas, sale al auxilio de nuestra vanidad para liarse con la ficción e incluso, a veces, con la mentira. Un recurso con el que, por cierto, jamás contará el olvido. Recordamos, pero no sólo. Incluso y ante todo inventamos días felices, lo que en poco desdice el diagnóstico nietzscheano. Podríamos, a lo más, enmendar la cita del pensador intempestivo para precisar que no hay manera de rememorar sin dolor; no tanto por la cualidad dañina de aquello que recordamos sino porque quizás, al fin, no haya nada más doloroso que recordar los días felices que fueron.»
«La temperatura aumenta de forma espectacular a medida que nos acercamos a la puerta de la pista. El zumbido resulta ahora ensordecedor. Baghdatis sale primero. Conoce la gran expectación qu está generando mi retirada. Lee los periódicos. Esta noche espera hacer el papel de malo. Creo que está preparado. Yo lo dejo salir, dejo que oiga que el rumor se transformar en vítores. Dejo que crea que la multitud nos vitorea a los dos. Y entonces salgo yo. Ahora, los vítores se triplican. Baghdatis se vuelve y se da cuenta de que los primeros vítores eran para él, pero que estos son para mí, lo que lo obliga a revisar sus expectativas y a reconsiderar lo que le espera. Sin golpear una sola pelota, he conseguido alterar enormemente su sensación de bienestar. Un truquito de veterano. De gato viejo...»
A recomendación de Diego S. Garrocho en el podcast Hotel Jorge Juan como una buena introducción a los filósofos clásicos y donde se trata la cuestión del «amor». Más que interesante. Amenazo con seguir conociendo a los grecolatinos.
Nº de páginas: 416
Editorial: GREDOS
Traducción: C. GARCÍA GUAL, M. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, E. LLEDÓ ÍÑIGO
«Todas las ciudades, tarde o temprano, acabarán destruidas por la lluvia. Que no se engañen Londres o París. Llamadlo lluvia. Llamadlo guerra o carestía. Llamadlo, simplemente, tiempo. Todo el mundo sabe que el fin del mundo llegará. Pero el saber, en el hombre, es un recurso frágil. Los habitantes de Roma llevan en la sangre la conciencia de las últimas cosas, y están tan asimilada que ya no genera ningún razonamiento. Para los que viven allí, el fin del mundo ya ha ocurrido, la lluvia solo tiene el molesto efecto de derramar de la copa un vino que en la ciudad se bebe sin parar…»
«…uno de ellos es que, como advierte Milan Kundera, el novelista puede llegar a ser más conocido por sus opiniones políticas que por sus novelas, cuando lo mejor que tiene que decir lo dice con sus novelas, no con sus opiniones políticas. Otro problema —quizás más importante todavía, también más inquietante— es que, en varios sentidos cruciales, el novelista y el intelectual son no sólo personajes distintos sino opuestos. El novelista formula interrogantes, siembra dudas, propone paradojas, inocula contradicciones y no da nunca respuestas, o sus respuestas son siempre ambiguas, contradictorias, esencialmente irónicas; no digo que, en circunstancias normales, el intelectual (o el novelista metido a intelectual) no pueda o incluso deba hacer lo mismo en sus comentarios y reflexiones, sembrando dudas, ambigüedadesy perplejidades sobre la actualidad formulando interrogantes acerca de ella. Pero lo cierto es que, por muchas dudas, interrogantes, ambigüedades y perplejidades que siembre, en situaciones límite —esas que definen al intelectual como definen a cualquier otro hombre— el intelectual no puede eludir tomar partido, debe aceptar o negar, transigir o rebelarse, decír sí o no: aunque no renuncie a seguir planteando preguntas, en tales casos no puede no dar respuestas claras, nítidas y taxativas. Esto le aleja por completo del novelista, si no le coloca frente a él, o le enemista con él. Lo cual significa que el novelista que acepta correr el riesgo de intervenir en la vida pública, por los motivos que fuere —por soberbia, por afán de notoriedad, por que siente la obligación o el impulso de hacerlo, o simplemente por el temor a verse devorado por el autismo narcicista que lo asedia de continuo, amenazando con hacer de él un mamarracho sin remedio—, debe saber que puede convertirse en un individuo escindido…»
«Al despertar, me encontré el gato muerto en la cocina. Casi lo pisé, prque todo me lo desenfocaba aún el sueño. Estaba tieso junto al cagadero, comi si lo hubieran clavado en una brocheta, y en chacado en el jugo de su último pis. Un asco. Le tuve rencor porque supe que haría de llevarlo a alguna parte. Que Paula querría algo más digno que el contendor de la basura, algo así como enterrarlo metido en una caja de zapatos de Manolo Blahnik a la sombra de algún árbol del valle de Lozoya con unas palabras de despedida y, si de ella dependiera, hasta con gaiteros y salvas al aire. Y entonces yo ya no podía cumplir esa mañana con la disciplina de las cuatro horas de escritura que me impongo después de preparar café y antes de afeitarme siquiera y que me hace sentir culpable si la abandono, aunque sea por un solo día y con un gato muerto en la cocina…»
Devorado en tres días -casi el mismo periodo de tiempo que David Jiménez estuvo al frente del diario El mundo-, más que interesante crónica del que fuera director de uno de los periódicos más importantes de España.
Le sobra honestidad, lo que se agradece. Muy recomendable.
He disfrutado mucho asomándome a la vida de Carlos Boyero. Ya me interesó en su momento el documental y este libro en el que repasa su vida es otra prueba más de lo interesante que resulta el personaje. Momento muy jodidos cuando se habla de la soledad. Escrito desde la sinceridad y sin ningún filtro. Muy recomendable.
«Durante un examen médico realizado en los meses previos a los juicios de Núremberg, los doctores notaron que las uñas de las manos y los pies de Hermann Göring estaban teñidas de un rojo furioso. Pensaron –equivocadamente– que el color se debía a su adicción a la dihidrocodeína, un analgésico del que tomaba más de cien pastillas al día. Según William Burroughs, su efecto era similar al de la heroína y al menos dos veces más fuerte que el de la codeína, pero con un filo eléctrico parecido al de la coca, razón por la cual los médicos norteamericanos se vieron obligados a curar a Göring de su dependencia antes de que compareciera ante el tribunal. No fue fácil. Cuando las fuerzas aliadas lo capturaron, el líder nazi arrastraba una maleta que no solo contenía el esmalte con que Göring se pintaba las uñas cuando se disfrazaba como Nerón, sino más de veinte mil dosis de su droga favorita, casi todo lo que quedaba de la producción alemana de ese fármaco a finales de la Segunda Guerra Mundial. Su adicción no era excepcional: prácticamente todas las tropas de la Wehrmacht recibían metanfetaminas en tabletas como parte de sus raciones…»
Tenía muchas ganas de hincarle el diente a esta novela, sobre todo después de haberla visto en la lista de las 100 mejores novelas del siglo XXI que publicaron en el Times. Pero la verdad es que me ha decepcionado un poco, más cuando había leído anteriormente Los restos del día, que me pareció sublime. La elegancia de aquella novela deja paso a la frialdad de esta. Supongo que se debe a la voz elegida, la propia protagonista… si bien es cierto que la frialdad de la narración y lo genérico de sus palabras apuntan a la apuesta de la novela… Quizás ha sido las altas expectativas que puse en la novela…
«Sin embargo, en la impenetrable soledad de la decrepitud dispuso de tal clarividencia para examinar hasta los más insignificantes acontecimientos de la familia, que por primera vez vio con claridad las vedades que sus ocupaciones de otro tiempo le habían impedido ver. Por la época en que preparaban a José Arcadio para el seminario, ya había hecho una recapitulación infinitesimal de la vida de la casa desde la fundación de Macondo, y había cambiado por completo la opinión que siempre tuvo de sus descendientes. Se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las incontables mujeres que una noche pasaron por su vida, y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dejara morir la criatura en el vientre. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es un anuncio de ventriloquía ni de la facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor. Aquella desvalorización de la imagen del hijo le suscitó de un golpe toda la compasión que le estaba debiendo a Amaranta, en cambio, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás, y comprendió con una lastimosa clarividencia que las injustas torturas a las que había sometido a Pietro Crespi no eran dictadas por una voluntad de venganza, como todo el mundo creía, ni el lento martirio con que frustró la vida del coronel Gerineldo Márquez había sido determinado por la mala hiel de su amargura, como todo el mundo creía, sino que ambas acciones habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medidas y una cobardía invencible, y había triunfado finalmente el miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su propio y atormentado corazón. Fue por esa época que Úrsula empezó a nombrar a Rebeca, a evocarla con un vuejo cariño exaltado por el arrepentimiento tardío y la admiración repentina, habiendo comprendido que solamente ella, Rebeca, la que nunca se alimentó con su leche sino de la tierra, de la tierra y la cal de las paredes, la que no llevó en las venas sangre de sus venas sino la sangre desconocida de los desconocidos cuyos huesos seguían cloqueando en la tumba, Rebeca, la del corazón impaciente, la del vientre desaforado, era la única que tuvo la valentía, sin frenos que Úrsula había deseado para su estirpe.
—Rebeca —decía, tanteando las paredes—, ¡qué injustos hemos sido contigo!»
O me he vuelto un desalmao… o esta historia está escrita desde una distancia muy salvaje. Me mata la poca carne que te deja tocar este narrador omnisciente… ¿Recomendable? Pues qué te digo… a lo mejor te flipa. No ha sido mi caso.
«Mamá ha encargado a David que la despierte a las tres y media. Hace un rato ha sacado los pies hinchados del agua salada de la palangana y ahora duerme la siesta sentada en el sillón de mimbre. David se acerca a ella sigilosamente, retira la palangana y le envuelve los pies en una toalla. Antes de incorporarse coge su mano y comprueba que está bien dormida, y entonces, con mucho cuidado, se abraza a sus rodillas y apoya la mejilla y la oreja contra su vientre. Un botón desabrochado de la bata le permite sentir en la mejilla la tensión de la piel cálida alrededor del ombligo, y capta con la oreja el apagado murmullo de lo que parece una melodía, como si la pelirroja cantara en sueños y su voz al caer se remansara en el útero. ¿Me estás oyendo, enano? Incluso dormida, tiene una canción a flor de labios. ¿Qué opinas tú, microbio, tú que escuchas su corazón a través de la sangre? ¿Por qué canta en sueños, y a quién le canta?»
«La memoria es muy importante, memoria de cada fotografía que, al galope, hemos tomado al mismo ritmo que el acontecimiento; durante el trabajo tenemos que estar seguros de que no hemos dejado agujeros, de que lo hemos expresado todo, puesto que luego será demasiado tarde, no podremos recuperar el acontecimiento a contrapelo…»
«Insistes en que hay cosas que las máquinas no pueden hacer. Si tú me dices exactamente qué es lo que no pueden hacer, yo siempre seré capaz de construir una máquina que haga exactamente eso…»
JOHAN: No, gracias. En todo caso, esta es una morada digna de un ser humano.
MARIANNE: (sonríe): Vives fuera de la ciudad.
JOHAN: Vivimos en una colmena de hormigón de tres habitaciones. Décimo piso. Con vistas a otra colmena de hormigón. En el portal se tambalean críos de trece años borrachos de cerveza. Se divierten pegando a los jubilados. El edificio se resquebraja por todas partes. Entra tanta corriente por las ventanas que las cortinas se mueven. Hace nada, durante dos semanas, tuve que ir a buscar agua a una fuente. Ningún cuarto de baño funcionaba. Da reparo bajar al metro después de las ocho de la tarde. En medio de los bloques hay algo que un arquitecto chiflado ha bautizado como plaza. No es que me queje. Pienso más bien que es interesante porque se parece a mi concepción del infierno.
MARIANNE: No sabía que creyeras en el infierno.
JOHAN: El infierno es un lugar donde ya nadie cree en soluciones. Pero Paula está a gusto ahí. Dice que todo coincide con su imagen del mundo. Y que se siente segura. Para mí, en cierta manera, no tiene importancia donde vida, ya que concibo cada vivienda como algo provisional. Uno ha de tener la seguridad en su interior.»
«Si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia, que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más sano…»
«La gente está enganchada a Urtain. La gente corriente, hombres y mujeres que no tienen ni papa de boxeo, pero que de algún extraño modo se sienten identificados con ese simpático gladiador. Eso le pasa al funcionario, que no entiende de crochés ni de jabs, pero al que le hace gracia que haya un aldeano que tan pronto levanta piedras como la emprende a puñetazos con un fulano; también le ocurre al ama de casa, que siempre ha pensado que el boxeo es una salvajada, pero que ve en el periódico la foto del boxeador vasco y siente unas cosquillitas debajo de la piel que no tenía desde hace años; y algo similar le sucede a ese niño que lanza puñetazos al aire en el recreo, pero que en realidad no ha visto un ring de cerca en la vida; incluso eso es lo que pasa al viejo que un día vio pelea a Paulino Uzcudun y que ahora se ilusiona con este macizo muchacho. Esos son los que van a encumbrar a Urtain…»
«A juzgar por su lugar de trabajo, no parecía que la muchacha sustentara todavía la creencia de que su vocación iba a cambiar el rumbo de la historia norteamericana. Era evidente que si alguien subía por la oxidada escalera de incendios del edificio, ésta se desprendería de sus fijaciones y caería a la calle. La función de la escalera no era salvar vidas en caso de incendio, sino colgar allí inútilmente como testimonio de la inmensa soledad que es inherente a la vida. Para él carecía de cualquier otro significado…, ningún significado podría hacer mejor uso del edificio. Sí, estamos solos, profundamente solos, y siempre nos aguarda una capa de soledad todavía más profunda. No podemos hacer nada para cambiar el estado de las cosas. No, la soledad no debería sorprendernos, por asombrosa que pueda ser su experiencia. Puedes intentar volverte del revés, pero entonces todo cuanto eres estará del revés y solitario en lugar de estar igualmente solitario pero en su sitio…»
«Le oí. Dijo algo. Le escuché hablar. Me tocó la cara con sus yemas resecas. Quiero irme. Eso entendí. Déjame salir. No me dio tiempo a reaccionar. Al momento se le tensó el cuerpo y las costillas se comieron su pecho, retorciendo los dedos en el aire, y las piernas y el cuello, comenzó a gritar, a aullar por un dolor que llevaba dentro y que sólo él conocía. Puede sonar estúpido, pero me asusté mucho y me aparté corriendo, pegué un salto del colchón al pensar que mi padre podía morírseme o algo parecido. Él siguió convulsionando hasta que mi abuela se lanzó sobre él y le agarró de las muñecas. No sé qué hizo, pero funcionó. Tal vez eso pasaba siempre que le iba a ver y mi abuela ya había aprendido a dominarlo. Creo que le susurró cosas al oído. Igual que a los caballos. —Vamos a darle su regalo. Vamos a cantarle cumpleaños feliz…»
“Es bonito… es muy bonito” le digo a Salva por teléfono cuando toco por primera vez el ejemplar de “El mal hijo”. Ya leí el manuscrito hace unos años y seguía pensando en el largo tiempo que han tardado en publicarlo; la verdad no entiendo la necesidad de hacer esperar a los lectores para asomarse a este universo Alhameño que se sucede en la novela. La primera vez que pisé su pueblo, ya lo había visitado a través de los ojos de Salva con esta primera novela que, por favor, espero no sea la última.
Hay voz. Hay mirada. Hay estilo.
Lo compruebo con emoción mientras releo la novela… “Qué hijo de puta”, me sale decir cada pocos párrafos… “Qué envidia”, también… pero esto me guardo de decírselo porque quiero que siga siendo mi amigo.
Hay autenticidad. Hay talento. Y hay, hasta cuando él quiera, un escritor.
«Dicen que cuando en una familia nace un escritor esa familia está acabada.
En realidad la familia saldrá adelante sin mayor problema, como siempre ha ocurrido desde la noche de los tiempos, mientras que quien acabará mal parado será el escritor en su desesperado intento de matar a madres, padres y hermanos, solo para volvérselos a encontrar inexorablemente vivos…»
He disfrutado muchísimo este regalo de Reyes, las cosas como son.
Como las ilustraciones están increíbles y ayudan a seguir la lectura y comprensión del mundo matemático, una segunda parte con conceptos más complejos estaría muy bien para seguir profundizando. Aunque es cierto que en la última parte del libro se recomienda (de forma muy original) otros autores y libros de divulgación.
«La otra explicación podríamos llamarla American Beauty: la clase media aspiracional se fue buscando el sueño de un chalet con piscina a los nuevos desarrollos y ahora se encuentra con unas expectativas frustradas. Su enclave, en muchas ocasiones creado durante el boom, no se ha convertido en una ciudad ni se ha revalorizado y, si trabajaban en algo relacionado con la construcción o la industria, sus expectativas laborales son complicadas. Se pasan horas en el coche en los trayectos al trabajo y, aislados de todo, tienen la crisis de la mediana edad de Lester Burnham, o accesos de ira como Jack Torrance, que el populismo de derechas convierte en votos. Es interesante la aparente contradicción, ya que un lugar no puede ser nuevo y al mismo tiempo añorar una prosperidad perdida…»
«—¿Qué le parece a ustedes? —exclamó Razumijin, alzando todavía más la voz—- ¿Se imaginan que yo me pongo así porque ellos mienten? ¡Disparate! ¡A mí me gusta que mientan! La mentira es el único privilegio del hombre sobre todos los demás organismos. Mientes…, ¡pues ya alcanzarás la verdad! Porque soy hombre es precisamente por lo que miento. Ni una sola verdad podrías alcanzar si antes no mintieses catorce veces, y hasta ciento catorce veces, lo cual representa un honor sui géneris. ¡Solo que nosotros ni siquiera sabemos mentir con talento! Tú me mientes a mí, pero miénteme por ti mismo, y yo voy y te abrazo. Mentir con gracia, de un modo personal, es casi mejor que decir la verdad, al estilo ajeno; en el primer caso eres hombre, ¡en el segundo no pasas de ser un papagayo! La verdad no echa a correr pero a la vida se la puede zarandear…»
Relectura. Como acostumbro a poner en las primeras páginas cuándo arranco con la lectura de los libros, este lo leí hace cinco años durante un viaje de vacaciones a Tenerife. Me ha generado más nostalgia que otra cosa y el ejercicio de revisitarlo se debe a que he leído recientemente «De qué hablo cuando hablo de escribir».
Muy Interesante y en su momento hice algunas anotaciones curiosas; ¿quién era yo hace tanto tiempo?
«Para los escritores mantenerse sin dificultades en el lugar donde deben estar es casi sinónimo de muerte creativa. Los escritores somos como ese tipo de pez que muere ahogado si no nada sin descanso.
Por eso admiro a los escritores que nadan incansablemente durante mucho tiempo. Tengo una lógica predilección por determinadas obras, pero la esencia de esa admiración reside en que ser capaces de mantenerse activos durante muchos años y ganarse un público fiel se debe a que poseen algo fuera de lo común. Escribir novelas responde a una especie de mandato interior que te impulsa a hacerlo. Es pura perseverancia y resistencia, apoyadas en un prolongado trabajo en solitario. Me atrevo a decir que son cualidades y requisitos fundamentales de todo escritor profesional…»
«Eso era. Había puesto fin a una vida. Más nadie sabía qué era la vida, todo el mundo la defendía, era lo más valioso, pero él había arrebatado una. Aquella noche había tenido noción del peligro, de que le dolían las manos, del temor a que ella hiciese ruido, pero en el instante de sentir que la vida se le escapaba a la víctima, todo lo demás se había borrado y sólo le había quedado la realidad, la misteriosa realidad de lo que estaba haciendo, el misterio y el milagro de poner fin a una vida. La gente hablaba del misterio de nacer, del principio de la vida. ¡Pero eso era muy fácil de explicar! ¡De la unión de dos células embrionarias! Pero ¿y el misterio de poner fin a una vida? ¿Bastaba con apretar el cuello de una chica para que su vida se interrumpiera? Bien mirado, ¿qué era la vida? ¿Qué sintió Miriam después de soltarle la garganta? ¿Dónde estaba? No, él no creía en una vida más allá de la muerte. Ella había dejado de ser, y justamente eso era el milagro. ¡Oh, sí, él podría decir muchas cosas si le entrevistaban los periodistas!»
«—¿Sabes cómo se llama el ahogado? —No. Ni puedo enterarme. Durante quince días le voy a dar al callo, voy a llevar a los niños a los caballitos y le voy a ayudar a mi mujer a hacer ovillos de lana, para que me haga un jersey de invierno. Que en estos últimos diez años ya me he pasado siete dentro, tú. Carvalho había conocido a Ginés durante una reclusión en la cárcel de Aridel. Ginés estaba por haberle roto el brazo a un vigilante nocturno de un silletazo. —¿Sabrá algo Félix? —Ese es el primero que ha escondido sus ciento cincuenta quilos bajo tierra. —¿El Valencia? —Ése está un día privado y otro pirado. Tiene las macetas de su casa llenas de kifi y mientras la mujer le traiga cuartos, él tranquilo. Pepe, recurre a otra gente. Yo tengo todos los contactos cortados y esto huele feo, muy feo. Cuando se cierran los meublés como se han cerrado, a cal y canto, quiere decir que la cosa va para largo y en serio. —Vamos a tomar una copa. ¿Puedes bajar? —Si doy un motivo, sí. —¿Qué motivo vas a dar? —Que quiero tomarme una copa contigo. Bajó el Ginés silbando: “Ni se compra ni se vende…”, y llegó abajo con dos pisos de ventaja sobre Carvalho…»
Nota de la edición: nada recomendable. Está hecha un desastre, plagada de erratas y muy poco cuidada. Merece la pena echar los cuartos (o ni siquiera) en ediciones de segunda mano o en otras de la misma editoria. Desde luego esta nueva serie que han reimpreso, a pesar de que las portadas son bastante chulas, dejan mucho que desear. No lo merece Carvalho.
«El joven guardián, con el dedo encajado en el cinturón Sam Browne, en el que estaba enganchada una pistolera que contenía un revólver, estaba plantado frente al almacén de conductos de chamota, observando cómo las reclusas descargaban aquellas piezas. Junto a él se recobraba un sargatillo que cada primavera despedazaban manos humanas en busca de amentos. El guardián observó el montón de chatarra de guerra: pilas de camas de hospital calcinadas, máquinas de rayos X desparramadas, cardiógrafos y otros gráficos. Contempló una pila de máquinas de escribir, inútiles tras los ataques aéreos. Al parecer, a alguna fábrica le había caído una buena. Las teclas estaban expuestas al sol como los dientes en la boca de un cadáver y, entre aquellas letras revueltas, aquí y allá, había gotas de vidrio verdoso, porque durante los ataques aéreos se fundieron los cristales de las ventanas y ardió todo, el pavimento y el aire. Y sobre las máquinas de escribir, en lo alto, una camita infantil, y en su cabecero una cromotipia, y en la cromotipia una grácil muchachita caminaba por un puente sobre un precipicio, y la criatura llevaba un vestido blanco, y detrás de la niña se alzaba un ángel de la guarda, que también era blanco, sus manos casi rozando la espalda de la chica, con enormes alas como dos novias…»
«En ese momento bostecé y el viejo me comunicó que se marchaba. Le dije que podía quedarse y que sentía mucho lo que le había pasado a su perro: me dio las gracias. Me dijo que mamá quería mucho a su perro. Al hablarme de ella la llamaba «su pobre madre». Supuso que debía de sentirme muy desgraciado desde que mamá había muerto y no contesté nada. Me dijo entonces, deprisa y con cara de apuro, que sabía que en el barrio me había ganado mala fama por haber mandado a mi madre al asilo, pero que él me conocía y que sabía que quería mucho a mamá. Contesté, sigo sin saber por qué, que hasta ahora no me había enterado de que tuviera mala fama por eso, pero que el asilo me había parecido lo más natural puesto que no me llegaba el dinero para pagar a alguien que cuidara de mamá. «Por lo demás -añadí-, hacía mucho que no tenía nada que decirme y se aburría sola.» «Sí -me dijo él. y en el asilo por lo menos hace uno amistades.» Luego, se disculpó. Quería dormir. Ahora le había cambiado la vida y no sabía muy bien qué iba a hacer. Por primera vez desde que lo conocía, me tendió la mano con ademán furtivo y noté las escamas de la piel. Sonrió un poco y, antes de irse, me dijo: «Espero que los perros no ladren esta noche. Siempre creo que es el mío…»»
Nº de páginas: 128
Editorial: PENGUIN RANDOM HOUSE
Traducción: MARÍA TERESA GALLEGO URRUTIA y AMAYA GARCÍA GALLEGO
Acerca de estar bloqueado, a distintas edades, quizá. Mi caso: una quiere a los 46 o así hacer algo mejor de lo que nunca ha hecho. Una no quiere repetirse. Eso conlleva parálisis temporal, con toda suerte de racionalizaciones. Estoy descansando porque lo necesito. Estoy recuperando fuerzas. Sería una tontería disipar energías. El carácter destructivo de las apariciones públicas y las conferencias. Un triste descubrimiento, puesto que como escribir es una forma de comunicación, a los escritores les encanta comunicar: por lo tanto, ¿por qué no abro la mente y el alma en las conferencias? Bueno, la realidad no es siempre tan estimulante como el satisfactorio ensayo a solas en la bañera. Cualquier indicio de timidez es fatal. Y las entrevistas para televisión. ¿Y las entrevistas más fáciles de lado a lado de la mesa de una cafetería con una cerveza o un café? ¿Qué es lo que hurtan? ¿Es que el escritor se destruye cuando habla tan libre, alegre, felizmente; tan dispuesto a ayudar al entrevistador en su tarea seguramente difícil?
No lo sé, pero algo se quiebra, se distorsiona, se daña. ¿Un espejo interior de uno mismo? No lo sé. Solo sé que se tarda semanas en recuperarse, como si se hubiera tenido un accidente de coche, sufrido un shock o una conmoción o roto unas costillas. Dylan Thomas quedó destruido por aquel programa tan pasmosamente arduo de conferencias en sus dos viajes a América. Claro, es mucho más sencillo decir que lo destruyeron el alcohol y el tabaco, pues el alcohol fue la causa física inmediata. Pero era un hombre que se sentía incómodo entre mucha gente, o eso dicen quienes lo conocían bien. Bebía para sentirse más cómodo. Pero ni siquiera es así de sencillo. Los escritores y poetas no deberían revelar tanto sobre sí mismos en público, y Thomas lo hacía, por ejemplo, cuando recitaba poemas que había creado en privado. Y cualquier escritor, en una entrevista, revela sus hábitos y métodos de escritura, si los tiene, porque se le preguntan, y desea mostrarse generoso.
El resultado es tan dañino para su creatividad, su cerebro, como una enfermedad cerebral. En mi opinión, J.D. Salinger hace bien al no conceder entrevistas, al no dar conferencias.»
«Sobre una de las mesas de plástico rojo que el tabernero había sacado a la plaza, además de un mantel descolorido, una cadena de cuentas de madera y un cenicero, la Xurela había colocado un transistor. Su antena recogía del salitre las tres cosas que las mujeres mayores más estimaban: las historias de amor por entregas, la información sobre las mareas y el horario de los entierros. El aparato era pequeño y pesado, y su sonido, impreciso como el del Atlántico; pero Asunción no podía calcular cuántas horas de compañía le había regalado en las últimas décadas la onda media. Entre los escombros del ruido blanco —más bien gris—, Aida distinguió una voz de fuego que le cantaba a un querer oxidado…»
No soy muy de manuales porque al final me condicionan demasiado. Aunque en este caso me ha resultado bastante útil la separación de los temas que trata y así poder utilizarlo como consulta rápida. Ejemplos y anécdotas bastante interesantes que sirven para salir de algún que otro atolladero.
«La revelación del temor da ideas a quien atemoriza o a quien puede hacerlo, la prevención ante lo que no ha pasado atrae el suceso, las sospechas deciden lo que aún estaba irresuelto y lo ponen en marcha, la aprensión y la expectativa obligan a llenar las concavidades que crean y van ahondando, algo tiene que ocurrir si queremos que se disipe el miedo, y lo mejor es darle su cumplimiento»
«En el futuro no habrá apenas colas: seguiremos pidiendo la cena y un café desde casa, nos conducirán coches autónomos y amables, pagaremos a otros para que esperen por nosotros… Será un mundo sin la tortura física de guardar cola. Será un mundo más eficiente y, en contra de su propósito, aún más aburrido»
Interesantísimo ensayo, crónica y diario… con reflexiones en las que habría que detenerse más a menudo. Muy recomendable.
«No tengo claro qué voy a contar ni cómo voy a hacerlo. No he diseñado ninguna estructura ni he compuesto una cronología. Simplemente escribo buscando explicaciones, pese a que cuando uno escribe suele terminar descubriendo que solo ha conseguido multiplicar las preguntas…»
«…VLADIMIR: Hablan todas a la vez. ESTRAGON: Cada cual para sí (Silencio) VLADIMIR: Más bien cuchichean. ESTRAGON: Murmuran. VLADIMIR: Susurran. ESTRAGON: Murmuran. (Silencio) VLADIMIR: ¿Qué dicen? ESTRAGON: Hablan de su vida. VLADIMIR: No les basta con haber vivido. ESTRAGON: Necesitan hablar de ella. VLADIMIR: No les basta con estar muertas. ESTRAGON: No es suficiente…»
«—No, no, muchas gracias… Tengo algo que hacer. Sin mirarte siquiera, se aleja en dirección al pueblo, con su traje antes marfil y ahora marrón de tanta tierra, hierba y sudor acumulado. Tu padre se acerca a agarrarte del cogote, orgulloso, pero no puedes dejar de mirar la sombra de Jaime perderse por las calles de Nava hasta hacerse del tamaño de una nuez diminuta y frágil incapaz de revelar su contenido real sin un cachanueces…
Y así es como ocurre. Con una metáfora, con una mentira. Primero un golpe en el pecho, y luego un verso suave que te sube de los testículos a la garganta…»
Este ejemplar que ahora tengo entre las manos, está dedicado por el propio autor, —afortunadamente más amigo que compañero— y del que no puedo estar más orgulloso. .. Le descubro entre las líneas de esta historia que es un acto de amor hacia todos nosotros y hacia él mismo. Un descubrimiento que nos regala con su primera novela y del que nos hace partícipes (literalmente) y, por qué no decirlo, sentir también imprescindibles…
Me gusta pensar que tenemos algo que ver con su identidad y con las personas de «su» verbo.
Gracias de verdad por ser uno más de tus «fantasmas».
«Aunque en la calle el aparato que medía la temperatura marcaba casi cuarenta grados, me asqueaba el café frío. Miré la portada de El País: ‘La situación económica es muy difícil’, decía el encantador de serpientes que presidía el país desde hacía años. Se hablaba de crisis pero también de prosperidad con los juegos olímpicos. Ping-pong. En la foto la imagen de la pena: ‘Nace una leyenda gitana’. Sus últimas palabras: ‘Madrecita, ¿qué es lo que tengo?’ Pena. La pena que ni con las palmas ni con el cante se va. La pena que devora. Ávida. Carnívora. Se adueña y se extiende implacable: metástasis irreversible. En eso consiste la pena: en no poder darle la vuelta. Primero te controla y luego te destruye. ¿En qué fase estoy? ¿Cuánto me queda? Tuve la intención de escribirlo, pero no tenía bolígrafo ni papel y no iba a pedirlos allí. Me propuse memorizarlo para cuando llegara a casa, aunque era consciente de que lo olvidaría. Lo que uno quiere escribir hay que olvidarlo. Apunta lo que no quieras escribir. Lo que te resulte más difícil. Sin máscaras. Lo que te duela, me escupió una vez el Pérez…»
Una sorpresa que quizás he leído demasiado pronto. Guía imprescindible para ver cine con hijos, sobrinos, primos… y para descubrir joyitas que ni yo mismo conocía. Escrito con mucho pulso y sobre todo cariño por Javier Ocaña crítico de cine de el diario El País.
«El día del funeral de Lyle Parsons, tía Ruth había vaticinado que tendría la misma cara hasta que muriera. «Ahora sí que se te ha puesto cara de Boatwright. Ahora sí», le dijo. Habían pasado muchos años y la profecía se había cumplido. La edad y el agotamiento le habían trazado algunas arrugas bajo los ojos y la boca, le habían estrechado la barbilla y habían hecho más profundas las hendiduras que enmarcaban la nariz, pero todavía se vislumbraba la belleza de la muchacha que fue. Ahora, sin embargo, aquel rostro era completamente nuevo. Parecía que los huesos se hubieran reconfigurado, la piel había cedido, los surcos se habían transformado en hondas zanjas, y las sombras se habían oscurecido hasta ser trazos de noche negra.
Respiré con dificultad, como si la mirase desde el fondo de una piscina. Atravesó el porche con semblante severo; la boca era una línea tensa. Los músculos del cuello destacaban como en relieve. Me enderecé. Ella se acercó a la mecedora. Notaba la cara más rígida que si fuera de escayola. La música seguía sonando. Dios no nos había creado así, pensé. Nos hemos echado a perder nosotras.»
«O quizá el cine habrá desaparecido por completo, sepultado por alguna revolución tecnológico-social tan inimaginable para nosotros como lo era la transformación definitiva del kinetoscopio en 1999. Los paralelismos entre los inmigrantes girando la manivela de sus kinematógrafos en la barraca y vuestro adolescente encerrado en su cuarto con Lara Croft (del videojuego Tomb Raider) son sorprendentes. Por supuesto, en cuanto planteamos esas preguntas, sabemos que es absurdo incluso tratar de responderlas. Pero al fin y al cabo es diciembre de 1999, el final de un milenio. ¿Por qué no? ¿Será a la larga positiva la completa digitalización del arte y la industria del cine? »
Nº de páginas: 192
Editorial: IMPRENTA DINÁMICA – CAIMAN CUADERNOS DE CINE
«La muerte del abuelo nos dejó abatidos y más pobres. Con la pensión pagaba la luz, el agua y el cupón de los viernes. Quería ganar la lotería, como todos los viejos. Invertía tres euros a la semana como penitencia, para sobrellevar la culpa de no ser rico. Tenía pensado cómo repartir lo que no tenía. De sus poemas no se preocupó y ahora sus nietos codiciamos en silencio un montón de papeles, mecanografiados y con faltas de ortografía. Pensaba que serían para mó. pero yo lo que tengo son sus cejas de buho… »
«Primi le dio cuatro datos sobre su pasado africano. A Francisco le hizo gracia biografía tan accidentada. Era la quinta vez que se reía con ella, y ninguna había sido por quedar bien, como cuando iba con chavalas a sus dieciséis años. Y ella, a cuenta de su relato, le pareció a Francisco tropicalmente excitante, atractivamente mundana, colonialmente deseable. Entusiasmado por todo, acercó su cara aún más a la verja metálica: para ver mejor y para sentir el frío del metal. Divertida por el gesto, Primir hizo lo mismo…»
«Por cierto que mi experiencia de entonces probó, una vez más, la imposibilidad de aprender en una universidad cómo se llega a ser un artista. Porque para ser un artista no basta con aprender algo, con llegar a dominar unas técnicas profesionales, unos procedimientos. Aún se puede ir más lejos: para escribir bien —como dijo alguien— hay que olvidar la gramática.
Si alguien intenta llegar a ser director de cine, está arriesgando su vida entera, y él es el único responsable de ese riesgo. Por ello, sólo una persona madura debería asumir conscientemente ese riesgo. El gran colectivo de pedagogos que «forma» a los futuros artistas no piede ser hecho responsable de que todos los años sacrifique inútilmente a un inféliz sin suerte, que muchas veces llega a la cinematografía directamente desde el colegio. Al seleccionar a sus estudiantes, los centros de formación de carreras artísticas no deberían proceder solo por criterios pragmáticos, pues a menudo pueden surgir también problemas morales. Se ve esto en el hecho de que aproximadamente un ochenta por ciento de los que terminan su formación como directores de cine o como actores van a engrosar las filas de unos profesionales incapaces que durante toda su vida vagarán inútilmente por los ambientes cinematográficos. La inmensa mayoría de ellos nunca tendrá fuerzas para abandonar el cine y dedicarse a otra profesión. Pues para alguien que ha superado nada menos que cinco años de estudios de cine resulta tremendamente difícil despedirse de las ilusiones que tuvo…»
«Todo esto sucedió hace mucho tiempo. En otro país, en otro mundo Un mundo y un país que ya no existen.Y si no sucedió, sucederá muy pronto. O tal vez esté sucediendo en este preciso momento, ante nuestros ojos, y apenas sepamos verlo…»
Así arranca esta novela. «El último torero», cuya semilla plantamos hace algunos años Joaquín (se me permita llamarle por su nombre de pila por nuestra gran amistad) y un servidor en forma de idea para un posible largometraje. No ha podido ser, al menos de momento, y le doy gracias por haber convertido todas aquellas líneas y diálogos en soberbia novela. Parafraseando a algún conocido que habla del «guion cinematográfico» como una «forma bastarda» de literatura, Joaquín ha conseguido dar vida al universo de Marcial Durán, protagonista de esta historia, hombre de resistencia, férreas convicciones y acólito de un arte en decadencia. De un ARTE, para él en mayúsculas, al que no dudará en aferrarse hasta sus últimos estertores que languidecen a la otra orilla de la legalidad; en la prohibición de un mundo a punto de extinguirse y del que Marcial, cada vez más consciente, ya no le pertence.
«Una vez agachada la Ana Mari me cogió de las manos y me di cuenta de que se le habían hecho unos pliegues en las medias, por detrás de las rodillas, y se le habían salido un poco los zapatos de los talones. mi padre la cogió a ella de los hombros y me dijo que el hermanito no iba a llegar. Que se había muerto. Aquella tarde, la tarde en la que me anunciaron que solo habría hermanito en mis dibujos me la pasé entera preguntándole a mi padre por qué. Sabía que la Ana Mari no podía, no debía preguntarle, porque también eso es ser niño: inturi cuando algo malo pasa, que algo malo pasa…»
«ROSENCRANTZ: ¿Qué habéis hecho, milord, del cuerpo muerto? HAMLET: Mezclarlo con el polvo, con el que estaba emparentado. ROSENCRANTZ: Decidnos dónde está para que lo llevemos desde allá a la capilla. HAMLET: No lo creáis. ROSENCRANTZ: ¿Creer qué? HAMLET: Que pueda seguir vuestro consejo y no el mío. Además. si le hace preguntas una esponja, ¿qué respuesta puede dar el hijo de un rey? ROSENCRANTZ: ¿Me tomáis por una esponja, milord? HAMLET: Sí, señor, que chupa la autoridad del rey, sus recompensas, sus atribuciones. Pero esos subalternos dan al rey el mejor servicio al final. Los guarda, como un mono, en el rincón de su quijada: lo primero que mastica y lo último que traga; cuando necesita lo que habéis recogido, solo tiene que exprimiros, y vosotros, esponjas, quedáis otra vez secos. ROSENCRANTZ: No os entiendo, milord. HAMLET: Me alegro de ello: los discursos canallas duermen en los oídos necios. ROSENCRANTZ: Milord, tenéis que decirnos dónde está el cuerpo, y acompañarnos ante el rey. HAMLET: El cuerpo está con el rey, pero el rey no está con el cuerpo. El rey es una cosa… ROSENCRANTZ: ¿Una cosa, milord? HAMLET: De nada. Llevadme con él. Escóndete, zorro, y todos tras él.»
«Empezó a salir el sol y Facundo, que odiaba las madrugadas, bajó las persianas y rechinó los dientes.
—Se viene, la puta que lo parió, siempre me arrepiento de haber tomado tanto. Bajar es lo peor.
Narval aprobó: si había algo que los dos odiaban por igual era el amanecer, el rocío todavía flotando, los primeros ruidos, los putos pajaritos cantando, ese calor adormecedor del sol, los camiones que limpiaban la calle, los barrenderos.
Facundo se acurrucó sobre los almohadones, transpirando y pálido, ignorando el borrachísimo cuerpo de Narval sobre la cama.
—¿Sabés lo qué siento? Como si estuviera por despegar. Las cosas tiemblan, no las puedo mirar fijo. Me siento un cohete. Siempre me pasa lo mismo.
—Las cosas no tiemblan —dijo Narval con la voz pastosa y curiosamente aguada—. Vos sos el que temblás. Tomá un trago…»
«Se sienta en la silla buena, la que ofrece su madre a las visitas, a las que llegan sigilosamente a la puerta, generalmente de noche, a hablar en susurros de dolores, de exceso de sangre, de falta de sangre, de sueños, de presagios, de achaques, de dificultades, de amores inoportunos, de augurios, de ciclos lunares, de una liebre que se ha cruzado en su camino, de un pájaro que entró en su casa, de un brazo dormido, de otra parte del cuerpo demasiado despierta, de una erupción, una tos o un pinchazo aquí o allí, en el oído, en la pierna, en los pulmones o en el corazón. La madre escucha con la cabeza agachada, asintiendo, chasqueando la lengua. Después coge la mano y, al mismo tiempo, mira hacia arriba, al techo, al aire, con los ojos desenfocados, entrecerrados…»
«’No estoy en esto por el dinero, lo hago solo porque me gustan las películas’. Era cierto que yo casi nunca hacía nada, y desde luego nada que me importara, por dinero. Como Jack Rollins decía siempre: ‘No escojas proyectos por el dinero, escoge artísticamente, céntrate en hacer un buen trabajo, y el dinero llegará solo’. Yo no necesitaba que él me dijera eso, pero oírlo de su boca confirmó mi corazonada.»
«En efecto, allí estuvo: qué lata, qué rollo, camarada. De espaldas sobre el colchón días y noches enteras, los ojos en el techo, puestos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, reconstruía las ruinas de este barrio piedra por piedra, olfateaba con la memoria el hambre y la miseria de estas calles, los sueños de los amigos que duermen bajo tierra preñados de engaños y de metralla, la esperanza de libertad todavía insepulta. Al revés que yo, él quería aún recuperar de algún modo la mugre y las barricadas, la sarna y el odio, quería nuevamente quemar los púlpitos y los altares, saquear las villas y los profundos pisos de los ricos y disponer por última vez de la pólvora y el fuego que había de salvarnos…»
«En las canciones de Bruce Springsteen o te quedas o y te pudres, o te escapas y te quemas. Eso está bien; por algo es un cantautor y necesita opciones así de simples para sus canciones. En cambio, nadie ha escrito nunca en una canción que es posible escapar y pudrirse: hay fugas en las que te sale el tiro por la culata, y también te puedes ir de la periferia para vivir en la ciudad, para terminar llevando una vida periférica, suburbana y arrastrada de todos modos. Eso es lo que me pasó a mí; o es lo que le pasa a casi todo el mundo…»
El trabajo de escrito es escribir, esa es su especialidad, su profesión. Pero para escribir necesita tener algo que contar, como para ser carpinterio, además de un baco y un instrumental, necesitas una provisión de madera: ¿Te extrañas de tu sufrimiento suplementario? Ese es tu quehacer. Mientras los demás llevan adelante sus trabajos, están pendientes de sus tareas, tú chapoteas en el laboratorio de los sentimientos, eso que antes llamaban el espíritu, o el alma, y tú ya no te atreves a llamar de ninguna manera (es tu almacén, tu provisión de madera). Ese es el oficio de escritor, su extraña forma de vida. Ahí está la fascinación que provoca en los lectores su trabajo: la profesión de escritor nos convierte en paquetes de la juguetería espiritual del lector. En eso se funda también la desconfianza, la inconsciente antipatía (disfrazada de admiración) que provoca el escritor, al que se honra como se honra a los muertos, por precaución, para que no salgan de su tumba a pedirnos cuentas. En el escritor hay una molesta mirada de cazador, de avez rapaz, a la que no pocas veces acompañan el cinismo y la vanidad: cierto ilusorio orgullo de propietario de los mecanismos ajenos, de chamán, de gurú, de brujo, que lo vuelve desagradable, no pocas veces inmoral (la realidad carece de ética, la verdad desconoce la ética, es un acto de volición). Solo un código piadoso puede permitirnos contraprestar estos lastres. Sin la piedad, el escritor puede convertirse en un peligro público y —en lo privado— en un miserable. Como el psicoanalista, como el político, seres que en su chisporroteo se travisten de benefactores a canallas, y vuelta…»
«—¿Tiene novia? Michela se levantó de pronto. Cogió el cinturón donde van colocados todos los aparejos propios de su profesión:pistola, porra, walkie. Se levantó porque había tenido una idea, se le había ocurrido algo al ver una gran mancha de aceite en medio del aparcamiento donde dos camioneros estaban empezando una pelea a puñetazo limpio. —En Rostov tiene una novia que le manda vídeos guarros de vez en cuando, pero menos de los que querría. —Aquí no tiene a nadie, entonces. Oliver negó con la cabeza. Se ajustó la gorra de lana, verde. Miró su reflejo en el ventanal. —Dice que melancolía es todo lo que no se hace. —Qué bonito.»
Creo que tiene el mejor prólogo que he leído nunca. Lo pongo mucho en las clases:
«Mi abuelo me lleva a ver un pájaro.
No es un pájaro: es un péndulo. De madera, con el pico forrado de terciopelo. Oscila arriba y abajo, cada vez más cerca de un vaso de agua. Un reclamo en el escaparate de una juguetería.
Mi abuelo me lleva a verlo y yo lo miro a través del cristal. Miro cómo el pico está cada vez más cerca del agua, hasta que por fin la toca y el terciopelo se oscurece, y por arte de magia el pájaro parece beber. Entonces deshace el camino. Se aleja hasta volver al principio. Tarda un par de minutos, tres. Yo no aparto los ojos. Sé lo que va a pasar, pero no me importa. Mi abuelo me trae cada tarde porque yo se lo pido. No me interesan los pájaros de verdad. He visto las patas rosadas de las palomas. Hinchadas, deformes. Solo este me gusta: este que no come, no vuela, no canta, no hace nada más que beber y ni siquiera bebe, porque el agua del vaso no baja. Y, sin embargo, cada vez que llega el momento y el pájaro parece beber, yo miro a mi abuelo y mi abuelo me mira. ¿Qué podemos hacer? Los dos sabemos: es mentira, pero queremos más.
«Y ENTONCES PERDÍ EL control. Empecé a dormir de día y a escribir de noche. El siguiente paso fue desconfiar de la escritura. Me pasaba horas encerrado en la habitación que usábamos de despacho, y que estaba destinada a ser la de nuestro hijo, sentado delante del ordenador sin escribir una palabra. ¿Qué sentido tenía pasarme la madrugada bebiendo agua con gas y fumando un cigarrillo tras otro mientras María y el bebé que crecía en su vientre estaban durmiendo solos en otra habitación? ¿Por qué sigo pensando que escribir me ayudará a vivir mejor si está claro que para vivir mejor lo único que tengo que hacer es dejar de escribir y decirle a mi hermana mediana que me consiga una entrevista con sus jefes?»
Increíble recopilación de conceptos y personajes clave del pensamiento occidental. Merece la pena aunque solo sea para acercarse a Epicuro y recordar las palabras de mi profesor de filosofía José Antonio Baigorri durante el bachillerato.
«— Y eso que hubiera podido no hacerlo: en La Montgoda le había devuelto el favor al Zarco y había saldado su deuda con él. —Sí, pero estaba Tere. —¿Quiere decir que se unió a la basca del Zarco por Tere? —Quiero decir que, si no hubiera sido por Tere, lo más probable es que no lo hubiese hecho; aunque hubiera llegado a la conclusión de que ella no era para mí, quería pensar que, mientras estuviésemos cerca, siempre podía voler a pasar lo que había pasado en los lavabos de los recreativos Vilaró; y yo creo que estaba dispuestos a correr el riesgo con tal de mantener alguna posibilidad de que eso volviera a pasar. Dicho esto, usted es escritor y debe saber que, aunque nos tranquiliza mucho encontrar una explicación para lo que hacemos, la verdad es que la mayor parte de lo que hacemos no tiene una sola explicación, suponiendo que tenga alguna.»
No acostumbro a leer ensayos de filosofía y este me ha parecido brutal. Dí con él un poco de rebote, pero oye… nada puedo decir que haga justicia a todo lo que se expone durante la reflexión. Resumirlo sería dejarme en evidencia así que mejor disfrutadlo.
«Todos tenemos un amigo que trabaja de sol a sol por cuatro perras y que, en cuanto dispone de una semana y media de vacaciones, se marca un viaje exprés a Kuala Lumpur o se apunta a tres días de puenting en Camboya so pretexto de que hay que moverse, y peor todavía, perseguir tus sueños. Fácil es recordar la patética figura de Red Buttoms, el anciano vestido de marinerito que se ve inmerso en el insoportable maratón de baile de Danzad, dandaz, malditos, la célebre película de Sydney Pollack. Son aquellas personas a las que frecuentamos con cautela, porque su presencia nos resulta extenuante. Pero que lleven la diversión colgada del cuello, como si de una piedra de molino se tratase, debería llevarnos a preguntar de qué escapan. Rasguen un poco el telón y observarán que las poleas de la tramoya quedan rápidamente al descubierto. Jumpers, balconers, pornfoodies, erotómanos, cleptómanos y pirómanos comparten una ansiedad común. Naturalmente, el ave rapaz seguirá sobrevolando en círculos aunque traten de espantarla con movimientos apotropaicos. Solo hay, desde los tiempos de Sócrates, una medicina capaz de calmar este dolor. No se obtiene fácilmente pero es mano de Santo. Perder el miedo a la muerte es condición necesaria para gozar de la existencia…»
«Porque somos los chicos con botas, somos las ratas con botas, duros como clavos, a veces hay que agachar la cabeza para no romperse, y somos los irrompibles, somos la arrogancia original, borrachos y orgullosos, pisando cascos rotos, los culos contra la pared, sin futuro y sin modales, carne de cañón. Cornellà, Santako, L’Hospi, Bellvitge, Castefa, Viladecans, Gavà, Sant Boi, La Cope, feas las esquinas y más dura será la caída, cayendo, cayendo, siempre cayendo, cayendo y riendo, haciendo la conga en la cola del INEM, de aquellos polvos vienen estos lodos, sólo que aquí polvos hemos visto pocos y el lodo nos llega ya hasta el cuello, de cara a la pared pero sin libros en las manos, no nos dio tiempo a querer ser alguien, nadie te cuenta nunca cómo se sale de aquí, ¿Hay alguna manera de salir de aquí?, primero deletrea u-n-i-v-e-r-s-i-d-a-d si tienes huevos, oportunidades para estudiar una carrera es lo que no te van a dar (cantaban los Clash), esto es Todos Contra Todos pero nosotros estamos juntos, es lo único que tenemos…»
«Por una vez me alegró estar tan flaco. Primero metí los brazos y luego la cabeza, de lado, pero tuve que sacarla enseguida porque me di cuenta de que así no iba a conseguir entrar. Respiré hondo varias veces y después pasé la cabeza y luego traté de encajar los hombros, primero uno y luego el otro. Me eché a reír cuando vi que de esa forma sí que podía colarme, y sentí que había hecho un descubrimiento esencial sobre mis movimientos corporales al notar el cambio repentino de sensaciones desde el impulso que logró introducir la parte delantera de mi cuerpo hasta el tirón que intentaba meter la de atrás. Ahora tenía los brazos libres y me había quedado colgado por la cintura, cabeza abajo, dentro de la habitación. Mis piernas, al otro lado de la puerta, se elevaron desde el respaldo de la silla. Sin dejar de reírme, retorcí el resto del cuerpo hasta que logré colarme del todo y caí de cabeza al suelo. Casi no noté el dolor. (No fue mucho peor que, quince años más tarde, el mordisco de una mujer en el brazo.) Fui pavoneándome hasta el armario, abría la puerta y sonreí al ver el dinero. Cogí setenta centavos seleccionando muy bien las monedas, cerré el armario y el montante, salí por la puerta y me fui al cine…»
«Bebíamos cerveza y conducíamos camino de la costa. Él tenía veinte años y yo diecisiete. Le había robado a su padre un Mercedes del 65. Era un coche precioso, plateado como el lomo de una carpa, con alerones traseros y salpicadero de caoba. En el colegio armaron un gran escándalo. Dijeron que pensábamos matar a alguien. Lo cierto es que llevábamos una escopeta de dos cañones y veinte o treinta cartuchos. Él conducía todo el tiempo. Decía: Todo se muere tarde o temprano. Yo le iba pasando las cervezas. Decía: Éste es un buen coche, no podrán agarrarnos con un coche como éste. Cuando paramos en una gasolinera, el tío que ponía gasolina le dijo: ¿No eres muy joven para un coche tan bueno?, y él le contestó: ¿No eres demasiado viejo para un trabajo tan malo?
Compramos más cerveza y seguimos hasta el mar. Él me dijo: Todas las carreteras llevan a un sitio mejor, y yo me lo creí.
Cuando llegamos al mar, dejamos el coche y nos fuimos a ver las olas. Era de noche y hacía bastante frío. Estábamos vestidos pero nos metimos en el agua. Teníamos tantas latas vacías en el coche que podíamos haber hecho un dique con ellas, pero preferimos meternos en el mar y dejar que las cosas siguieran su curso. Cuando salimos del agua me dijo: Se acabó. Ahora tengo que volver. Mañana por la mañana estaré otra vez en la ciudad.
Yo pensé que habría algo más pero no sabía qué coño quería. Subimos de nuevo al coche y fuimos del tirón hasta la misma gasolinera. El tío que ponía gasolina le dijo: Sabía que volverías enseguida, y él respondió: Yo sabía que seguirías aquí. Compramos más cerveza y comenzamos el camino de vuelta a casa. Creo que nunca he vuelto a subirme en un Mercedes, al menos nunca he subido en uno tan bonito. Cuando llegamos a la ciudad ya estaba amaneciendo. Él sacó la escopeta por la ventana y disparó una sola vez con una sola mano. Nunca supe si le habíamos dado a algo.
Me dejó cerca de casa. Parecía contento. Antes de marcharse me dijo: Amigo, reza por algo que te libre de esta mierda.»
Regalo de un amigo. He disfrutado cada línea. Tiene mucho de enigma e incertidumbre. No había leído nada de Mishima, pero tengo claro que no será lo último. La mezcla de novela corta y lectura en patio andaluz, habrá sido una de las claves para devorarlo y disfrutarlo. Muy recomendable.
«Me toca llevar este grave peso; decir lo que siento, y no lo que debo. Los más viejos fueron los que más penaron; jamás podrá el joven vivir ni ver tanto.»
Así se cierra esta obra. Siento habérsela destripado al que no la conozca todavía… pero os aseguro que el abuelo de un amigo ya me vino a contar lo mismo alguna vez echando una cerveza:
«Cuánto ve el que vive», decía. No fue nunca Rey de su aldea. Lástima.
«Brabancio, tomad el lado bueno de lo malo. Más vale tener las armas rotas que las manos vacías»
He disfrutado muchísimo de esta obra durante su lectura. Nunca la he visto representada y ya ando buscando dónde poder verla. ¿Cómo he podido tardar tanto en descubrirla? Lo mejor; el paseo que me tuve que dar hasta la Casa del Libro de la calle Fuencarral con la chicharra cantando.
El cabrón de Macbeth dice algo así casi al final de la obra:
«un día u otro había de morir. Hubiese habido un tiempo para tales palabras… El día de mañana, y de mañana, y de mañana se desliza, paso a paso, día a día, hasta la sílaba final con que el tiempo se escribe. Y todo nuestro ayer iluminó a los necios la senda de cenizas de la muerte. ¡Extingueté, fugaz antorcha! La vida es una sombra tan solo, que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa…»
Nº de páginas: 345
Editorial: CÁTEDRA – Letras Universales
Idioma: INGLÉS
Traducción: Edición dirigida por Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer
«¡Que a quien le daña el saber, homicida es de sí mismo!»
Aunque esta es… pues eso:
«Con cada vez que te veo nueva admiración me das, y cuando te miro más, aún más mirarte deseo. Ojos hidrópicos creo que mis ojos deben ser, pues cuando es muerte el beber beben más, y desta suerte, viendo que el ver me da muerte estoy muriendo por ver. Pero véate yo y muera, que no sé, rendido ya, si el verte muerte me da, el no verte qué me diera. Fuera más que muerte fiera, ira, rabia y dolor fuerte; fuera muerte, desta suerte su rigor he ponderado, pues dar vida a un desdichado es dar a un dichoso muerte»
«Tomás lleva así casi dos años. Metiéndose en la cama, obligándose a cerrar los ojos, tratando de relajarse, de acompasar la respiración, de no pensar en nada. La mente en blanco, en blanco. Mirar de reojo el despertador de la mesilla, 9.23. Volver a cerrar los ojos escuchando los ruidos de la casa, los sonidos de la mañana, el tráfico, las bocinas, el teléfono que suena y que con urgencia es descolgado por Sara, que habla en voz baja: «Sí, está durmiendo, luego le digo que lo has llamado», relajándose, la respiración, el reloj, las 10.30; sentir, por fin, cómo le vence el sueño, y soñar algo que no recuerda o que prefiere haber olvidado al despertar, un tanto desorientado, con la vana esperanza de haber dormido por fin…»
Insomnio de Daniel Martín Serrano, arranca con una mentira, y continúa tejiendo su historia a través de una estructura que nos lleva a dos tiempos: el pasado policial de su protagonsita el inspector Tomás Abad mientras persigue por las calles de Madrid al asesino en serie que ha decapitado a cinco mujeres… y a la actualidad, donde el propio Tomás Abad, dos años después, intenta «sobrevivir» a sus propios fantasmas y a aquel caso que parecía cerrado, pero que ha dejado aún muchas heridas por el camino.
Un thriller trepidante y emocionante que tiene como protagonista no solo a Tomás Abad, sino a un Madrid desconocido, El Madrid del cementerio de la Almudena, de los parkings subterráneos con olor a tubo de escape, de la Gran Vía al amanecer, de comisarías oscuras y pasillos ministeriales…
Un Madrid con demasiadas mentiras donde la verdad nunca es lo que parece.
«Mi madre murió dos veces. La primera, cuando salió de Cuba. De esa muerte consiguió resucitar, más o menos. Pero luego acechó la segunda, la de verdad, y, cómo no, también tuvo que ver con Cuba. Como todo lo que sucedía en mi familia. Siempre Cuba. La hermosísima Cuba perdida. La isla protagonista de nuestras vidas desde tiempos inmemoriales y que yo visualizaba como un cocodrilo náufrago en el mar Caribe, a la deriva y sin nadie que pudiera ayudarle, aún teniendo un millón de amigos dispersos por el mundo. Así se resumía en casa la problemática de exilio cubano, con la canción aquella de Roberto Carlos que venía a decir que cuantos más amigos tuvieras, más fuerte podías cantar…»
Así arranca esta maravilla de Silvia Herreros de Tejada. Se bebe como un mojito y duele como un dolor.
«Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro…»
Puta obra maestra. Un amigo me contó que se dedicaba a arrancarle páginas a este libro e iba regalándolas en algunos garitos de Madrid. Ojalá fuese ese amigo…
Interesantísimo libro que habla de la escritura y recoge algunos ensayos de la escritora. Un regalo de una amiga por mi cumpleaños. Si te interesa el oficio y los artículos y ponencias de la escritora, no lo dudes.
No sabéis lo que me jode escribir esto… pero no terminé de enganchar del todo con esta maravilla. ¿Quizás fue el momento? No lo sé. Pero en casa está y debe ocupar su espacio. Porque bien merecen la pena todos sus relatos. Amenazo con volver a leerlo dentro de un tiempo… amenazo con seguir viviendo.
Un libro de putísima madre. No perderse los «machinos» y la jerga que utiliza el libro a través de uno de sus personajes protagonistas. También de este libro es el principal motivo por el que abro el blog. Aquí os pongo un enlace para que podáis comprobar de primera mano la buena literatura que consume Kiko (discúlpense las confianzas).